Sunday 20 June 2010

rincones en lo alto...



Paris, juillet 2009



Igual que caminando sobre el mar me sentía cada vez que subía a este pequeño rincón de París. Los rincones uno se piensa que son lugares oscuros y pequeños pero éste, aunque pequeño, no tenía nada de oscuro más que en la soledad de la noche. Durante el día era la luz que alcanzaba después de subir unas desgastadas y ruidosas escaleras que cada vez que pisaba me hacían desconfiar más de su utilidad. Subía de la espesa oscuridad para bañarme en un mar de claridad del que se alimentaba esa plantita abandonada. Como en un barco tambaleándose me movía en este rellano antes de entrar en el minúsculo apartamento donde vivía esos días. Uno de mis rincones de París.
Tras subir esos últimos peldaños me sentía a salvo. Ya podía respirar hondo, deshacer esos nudos de tensión que me mantenían unida a lo largo del día y liberar todas las emociones guardadas. Ya podía ser yo conmigo misma, la única persona a la que no me atrevía a mentir, aunque esos días lo hacía, constantemente. Me inundaba un sentimiendo de soledad positiva al darme cuenta de que nadie más sabía dónde estaba. Me sentía afortunada porque, por muy cerca o muy lejos que tuviera a alguien conocido, nadie sabía exactamente dónde estaba, nadie me podía imaginar atravesando esa robusta pero hueca puerta, nadie me podía visualizar en ese agujero del mundo. Era yo la única que, tras un largo paseo por la ciudad, podía ver esa imagen y era la única que, constante, recibía esa luz. Subía y saludaba a esa peculiar inquilina. Nos encontrábamos como dos extrañas en esa superficie minúscula, indiferentes la una de la otra y del resto del mundo, testigos de un silencio ligero en medio de la ciudad. Era como saborear el placer que todos anhelan: la exclusividad, lo único.
Debía de ser la frontera entre lo vivido y lo soñado. Era París y no era la Torre Eiffel, ni el museo del Louvre... y lejos estaba de los Campos Eliseos. Era mi París, esa pequeña ventana de madera pintada que bañaba el suelo. Era la única que en esos momentos me proporcionaba el consuelo de estar en casa, la que al verme me decía “ya está, deja de engañarte, aquí ya no te ven” Y ya no me veían. Y yo podía verlo todo.

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